
A mi amigo y hermano Rolando Pérez.
Entre los rasgos distintivos y atinentes a un maestro, se encuentran su laboriosidad, su persistencia y su paciencia, para enfrentar los retos cotidianos que le ofrecen su trato con personalidades disimiles en edad, en formación, en carácter, en conducta, en costumbres y preferencias, que suelen enfrentarlo, de manera ocasionar, a situaciones altamente contradictorias con su quehacer, a veces frustratorias y desalentadoras, sin perder por ello la esencia de su condición, que se fundamenta en instruir y ser guía en el proceso de educación, que en toda sociedad, se realiza de manera incesante y continua.
Esto es lo que hace imposible borrar de mi memoria, a quien fuera en mi niñez, de manera informar, mi maestro predilecto de matemáticas: don Ñoño, el de los Fleury, siendo notorias las argucias que utilizaba para conducirme por los laberintos de esas ciencias que resultaban tan intrincadas para mí en aquellos años primordiales. Siempre fue relevante en nuestra relación el hecho cierto de que nunca hubo un aula distinta a la del lugar donde la casualidad conducía a nuestro encuentro.
Un día, a principio de las vacaciones de verano, después de bañarme con Rafucho Salcié en una charca del rio San Juan conocida como el tocón, regrese a mi casa con los bolsillos y las manos llenos de mangos. Don Ñoño, que pasaba por allí, con su traje de kaki, su camisa blanca un tanto sudada y evidentemente deshilachada en el cuello, su sombrero de jipijapa, de color pajizo, tipo Panamá, de alas cortas, con una cinta negra alrededor de la copa rematada en un lazo en forma de mariposa del mismo color, su bastón en el brazo como si acompañara a una dama, y sus pasos cansados que llamaban la atención sobre las suelas desgastadas de su zapatos, se me acerco para decirme con su jovialidad característica: “cuando los laves bien tráelos que te voy a enseñar algo”. Pocos minutos después reaparecí con los mangos en una bandeja, que aún conservo, saqué dos sillas de mi casa y nos sentamos en ellas colocándolas en el extremo de la acera opuesto a la calle, una a la vera de la otra, dejando libre la puerta de entrada a la vivienda, que era de dos paños, con ventanales que abrían y cerraban independientes uno del otro. Las sillas eran de pino, con el asiento y el espaldar tramados con hojas de palma previamente procesadas en forma de hebras gruesas. La mía reclinada en dos patas contra la pared de madera recién pintada de verde. Don Ñoño colocó la bandeja con los mangos sobre sus piernas a la espera de mi regreso.
En ese interregno la gente comenzó a agolpase en las calles para ver el duelo a muerte entre un guaraguao y un cernícalo. El guaraguao, de mucho mayor tamaño, intentaba inútilmente darle caza al cernícalo lanzándose con todo su peso para atraparlo entre sus garras. El cernícalo, que se jugaba la vida en esos momentos, hacia piruetas evasoras en el cielo con una agilidad pasmosa, que a la postre terminarían por cansar al guaragua, que era entonces atacado por el cernícalo en forma devastadora con picotazo debajo del ala o sobre su cuello. “El guaraguao se cansara, su peso no lo soportara mucho en el aire, la fuerza de gravedad no le favorece, y además ya está herido. Es cuestión de tiempo” Dijo don Ñoño.
Convencido de que sería así, fui a buscar un paño y un cántaro con agua que situé sobre una mesita (la mesita entre las dos sillas) al igual que la bandeja con los mangos. Evidentemente la pelea había cesado, y la gente comentaba el triunfo del cernícalo. Después fui a buscar una vieja lata de aceite que era usada como zafacón para la basura. “Eres muy educado”, me dijo, tomando nota de mi comportamiento y mostrándose indulgente con mi aptitud. Sin embargo, de mi parte, reaccione a sus palabras recibiéndolas como una especie de amonestación a la forma en que había colocado la silla contra la pared, debido a la persistencia de su mirada hacia ella, y me dispuse entonces a ponerla apoyada en sus cuatro patas, procediendo luego a sentarme en la misma forma en que lo hacia él, con la prestancia de un caballero siempre dispuesto a conservar su dignidad de maestro; en ese instante, una sonrisa de asentimiento afloro a sus labios, pero de inmediato, desvié mi atención aguzando los oídos en dirección a la viaja radio Phillips de mi casa, que encendida a bajo volumen, dejaba escuchar la rítmica e inconfundible voz de Benny Moré “di si encostraste en mi pasado, una razón para olvidarme o para quererme”. Al poco rato, mientras comentábamos la pelea del guaraguao y el cernícalo, uno a uno los mangos “pechitos” los fuimos engullendo hasta dejar sin el menor rastro de pulpa las semillas. Cuando yo me comí el último mango, procedió a lavar sus manos con agua, y a secárselas con un pañuelo blanco que saco del bolsillo trasero del pantalón, dejando el paño para mi uso al igual que una buena parte del agua, luego me pregunto sin ningún preámbulo:
-“¿Cuanto son tres mas cuatro?”-
La canción de Benny Moré ya no se escuchaba en la radio, hacía rato que había finalizado, pero en mi mente todavía resonaba aquella melodía como si palpitara entre latidos esponjosos que marcaban un camino “pides olvido, pides cariño, si te conviene, no llames corazón, lo que tú tienes”.
Vacile por un largo rato, tratando de calcular en vano, sabiendo que en mi mente había dos mundos enfrentados en una batalla, y que por más que me esforzara en serle fiel a los dos, ya el corazón, a pesar de mi corta edad, había tomado la decisión por uno de ellos. Desde mi mente le seguí el hilo a la canción de Benny Moré “dar por un querer la vida misma, sin morir, eso es cariño, no lo que hay en ti”.
Un tanto decepcionado en apariencia, Don Ñoño tomo de nuevo la iniciativa trayendo mi atención hacia sí y preguntándome cuanto mangos me había comido y yo le dije cuatro y luego, con una sonrisa de satisfacción me pregunto cuánto se había comido él y yo le dije tres, más satisfecho aun volvió a requerirme que si se sumaban los mangos que yo me había comido con los que se había comido él cuál era el resultado y yo le dije seis. En ese instante la melodía que se dejaba escuchar era interpretada por el mayor ídolo de la canción latinoamericana de todos los tiempos, Carlos Gardel: “si supieras, que aún dentro de mi alma, conservo aquel cariño que tuve para ti”, una de las preferidas de mi madre a la hora de dormirme, aunque en la versión de ella el tuve se convertía en guardo.
Me miro largamente buscando las palabras precisas, y luego me dijo: “tú llegaras lejos en las matemáticas, quizás hasta tengas tu propio teorema, pero debes centrar más tu atención. Estas lejos, muy lejos”.
Fue así como al otro día, sintiéndome estimulado por sus palabras, quizás por haberlas entendido en su sentido literal y no en el auténtico con su sobrecarga de ironía, y después de un profundo y minucioso análisis que me llevo muchas horas de cavilaciones, fui a visitarlo en horas de la tarde, cuando el cielo comenzaba a enrojecer tiznando las alas de las ciguas que aún revoloteaban en torno a las palmeras en los patios. Mientras caminaba, iba canturreando el último verso de la canción de Benny Moré “yo, para querer, no necesito una razón, me sobra mucho, pero mucho, corazón”.
El encuentro se produjo en la morada de doña Patria, a una esquina de la mía, a la vera de la mata de higüero, en la misma avenida Anacaona, en donde en una habitación pequeña que fungía de sala, sentado en una vieja mecedora de caoba, con el asiento y el espaldar de mimbre, y con mucha fruición, entre soplido y soplido, plegando los labios, y sorbo a sorbo para no quemarse, se tomaba una taza de café molido en pilón, cuya fragancia llenaba toda la casa, salía por la ventana sin detenerse tal vez acosada por la prisa, entraba por las puertas y ventanas de las casas vecinas o se encaramaba en lo más alto de la mata de higüeros, y desde allí, inundándolo todo, saltando de nube en nube, como si estuviera cumpliendo con un designio de la naturaleza, buscaba la manera de alcanzar el cielo que cada vez enrojecía más, quizás para perfumarlo con su aroma.
Me situé en medio de la sala mirándolo fijamente; a su espalda, sobre su cabeza, colgada en la pared construida con madera de pino, entre dos troncos aserrados que hacían las veces de columnas para soportar un caballete rematado por un techo de zinc construido en dos aguas, una vieja foto familiar denunciaba borrosas imágenes que se negaban a desaparecer. Abrí el papel que llevaba en la mano para leerlo, la mano derecha en el borde inferior derecho, y la izquierda, en el borde superior izquierdo; erecto firmemente y bien juntos los pies, como si recitara los versos “los zapaticos me aprietan las medias me dan calor”, le comencé a decir el postulado de mi teorema que el escuchaba sin comentar. Se quedo atónito, perplejo, como si no creyera lo que estaba oyendo, lo cual motivó a doña Patria a pasarme la mano por la cabeza y dirigirle a don Ñoño una mirada de reproche, almibarada debido a mi presencia (quizás interpretando lo que él pensaba), en la que se podía leer “debes tener paciencia, es un niño”.
-“Cuatro más tres son seis, pero don Ñoño dice que son siete”-.
Jamás quiso volver a hablarme de matemáticas, tampoco volvió a sentarse a comer mangos conmigo, y aunque siempre me siguió mostrando su afecto y su cariño, sentí menguado su entusiasmo por enseñarme. Yo, que he seguido siempre canturreando la canción de Benny Moré con el mismo agrado con que tarareo la canción de Gardel, que ahora me dedico a escribir viejos recuerdos o a soñar que los escribo, puedo afirmar, sin lugar a equivocarme, que a don Ñoño siempre se le oyó decir, a hurtadillas, para que sus palabras no se alargaran hasta mis oídos como la fragancia del café que iba a tomarse de tarde en tarde a casa de doña Patria hasta mi nariz, que el mío era el primer teorema enunciado por un burro.
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